Heraldo de Aragón 31 enero
Evocaciones zaragozanas (40)
JUAN DOMÍNGUEZ LASIERRA
A LOS SESENTA AÑOS DE UN ENIGMA (y 2)
DE COMO BENITO LÓPEZ. DE CETlNA SE CONVIRTIÓ EN MELILLA EN ‘EL SOLDADO DE LOS MILAGROS’
Ese día había estallado una tormenta. Y en el corralón donde descansaba el cuerpo de Benito, en la parte no sagrada del cementerio de Melilla, la cruz de madera que habían colocado sobre la tierra sus compañeros de mili cetineros, y a la que se había añadido el esmalte con su foto, mandada por su padre, se había caído por efecto del vendaval. Por allí pasaron, poco rato después del chaparrón, tres mujeres que visitaban a un pariente. Y se fijaran en la cruz abatida, y vieron el guapo rostro del pobre soldado, y se lamentaron de su suerte, de su soledad y abandono, y la compasión les movió a colocar la cruz en su sitio, Tal vez estaban destinadas a lo que ocurrió de inmediato. Porque Benito, como si se levantara de un sueño, se apareció a las mujeres, a las tres mujeres, y dulcemente, dijo quien era, y les contó su historia, que había venido de un lejano pueblo de Aragón para hacer la mili, y lo que haciendo la mili le había sucedido. Que él, que tantas ilusiones tuvo en su joven vida, había acabado en aquel pedazo de tierra sin otro adorno que una cruz de madera, envuelto como todo sudario en que aquella ropa interior cuyos botones le había cosido su madre. Toda su energía, sus ansias de vivir, todos sus sueños se habían frustrado. Las mujeres, temerosas en principio, escucharon entre lágrimas el relato de Benito, sus lamentos, su tristeza, la injusticia de su destino, su adiós.
Volvieron a ponerle flores, y aunque discretas en sus comentarios, el rumor de su aparición se empezó a extender. Y el reposo del soldado, su historia ignorada, la injusticia de su destino empezó a ver la luz. Tal vez también el deseo de Benito de no acabar olvidado en aquel lejano pedazo de su tierra española. Y aparecieron nuevos ramos de flores, y algunas de gentes que lo visitaban, rogaban por él y le pedían favores. Porque aquella aparición solo podía ser un signo de santidad.
Y los favores fueron concedidos. Y las visitas y los ruegos se multiplicaron. Benito, el olvidado soldado de Cetina, enterrado en tierra no santa, empezó a realizar milagros. Muchos milagros. Poco a poco, la fama de Benito se extendía por Melilla, su tumba estaba continuamente llena de flores, de coronas, de ofrendas. Eran los años cincuenta, pero hasta mediados los setenta, la familia su familia de Cetina, lo ignoró todo. Nadie les contaba nada, nadie les dio explicaciones. Dadas las extrañas circunstancias de su muerte, el abatimiento por su suicidio –que les fue comunicado una semana después de los hechos, en un simple telegrama-, el silencio oficial que rodeó la tragedia, el temor a las autoridades militares de la época, que enmudeció a aquellos compañeros de mili, cetineros, la lejanía es los hechos, la imposibilidad económica familiar de hacer tan largo viaje… Cuando llegó a su conocimiento, tantos años después, cuando ya pensaban que ni sus restos existían, no fueron capaces de explicárselo. Y viajaron al fin a Mejilla, y lo comprobaron con asombro, con incredulidad. Después vendría la desaparición del muro que rodeaba la parte no civil del camposanto, la inhumación de los restos, la comprobación de que aquel pretendido suicidio no fue tal, de que una paliza –el brazo derecho roto, una enorme contusión en la cabeza- había acabado con su vida, aquella vida tan plena de ilusiones y sueños. José, uno de los hermanos menores de Benito, me comentó hace tiempo: “La gracia que tenía en vida, como no pudo desarrollarla porque lo mataron, la desarrolla después de muerto…”
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